Hace unos días, en una edición del programa “60 Minutes”, entrevistaron a tres mujeres militares ucranianas quienes fueron capturadas por el ejército ruso durante seis meses. Ninguna de las tres pasaba de los treinta y cinco años. Dos de ellas, médicas, y solo una de las tres, militar de carrera.
Se me apretó el pecho escuchando sus testimonios. Las torturas físicas a las que fueron sometidas, y la tortura mayor, el no saber nada de sus familias mientras estuvieron allá adentro.
Una de ellas narraba como le pidió a uno de sus compañeros militares que la matara si eran capturados, porque prefería estar muerta a estar presa. Ella estaba embarazada al momento de su captura, pero no había querido decírselo a su esposo, también militar. ¿La razón? Si ella moría, sería más fácil para él llorar una pérdida, en vez de dos. En medio de un campo de batalla, ella pensando anticipadamente en cómo aliviarle el dolor al padre de su hija. Así somos las mujeres, capaces de generar un inexplicablemente poderoso sentido de compasión y empatía aún en los momentos más difíciles.
Esa joven le llegó a pedir a sus captores que por favor la dejaran morir, porque sabía que, si paría en la prisión, jamás volvería a saber de su hija. Y le hablaba a la niña por nacer, diciéndole que tenía que esperar, que por favor no naciera en cautiverio, que lo hiciera cuando fueran ya libres. La libertad se dio. Luego de un arduo proceso de negociación, cerca de cien mujeres ucranianas fueron liberadas de los campamentos rusos como parte de un intercambio de prisioneros entre los dos bandos.
Dos semanas después de haber sido liberada, la joven embarazada dio a luz una niña. La bebé le hizo caso. Esperó para nacer. No me cabe duda de que las heridas físicas sufridas por estas y tantas otras mujeres víctimas de la guerra en Ucrania, sanarán. A las heridas emocionales les tomará más tiempo, especialmente cuando la guerra continúa. Solo una de las tres entrevistadas decidió retirarse y dedicar su vida a sus dos hijas. Las otras dos, incluyendo la recién parida, regresarán a tomar las armas en un par de meses. ¿De dónde sale tanto valor, tanta entrega, tanto espíritu de sacrificio? Nuevamente, así somos las mujeres, capaces de sacar fuerza de donde no la tenemos cuando la vida nos la requiere.
Y sabiendo que como mujeres tenemos tanto en común, me pregunto qué hace que en ocasiones una mujer pueda convertirse en el mayor obstáculo en la vida de otra. He estado pensando en eso como resultado de la obra de teatro en la cual estoy participando y la cual estrena a finales de marzo. En la pieza el público va conociendo la historia de cuatro mujeres que trabajan en la misma empresa dentro de un ambiente sumamente tóxico. Allí se funden la corrupción, el maltrato laboral, la falta de ética, y la envidia, entre muchos otros temas. Muchas de nosotras nos hemos encontrado en algún momento en nuestras vidas trabajando en ambientes como esos, y el impacto emocional es enorme.
Y aunque estoy clara que la responsabilidad de estos ambientes tóxicos en muchos casos recae sobre la gerencia masculina, me duele mucho escuchar a mujeres hablar sobre la falta de solidaridad de compañeras dentro del ambiente de trabajo.
Como mujer solidaria, que quisiera ver a toda otra mujer desarrollarse hasta su máximo potencial, les recuerdo que ustedes también se pueden convertir en heroínas de sus propias guerras, siendo facilitadoras para otras mujeres, en vez de obstáculos en sus caminos. Bastantes obstáculos tenemos ya.
En este mes de marzo, mes de la mujer, las invito a observar sus propias inseguridades y sacarlas a la luz. A ser verdaderas mentoras, dejando a un lado los miedos a que otros lleguen a superarlas; a entender que solo siendo hermanas y apoyándonos unas a las otras vamos a poder superar los retos que se nos presentan.
No olviden a esas mujeres, en Ucrania y en tantos países, cuya lucha es de vida o muerte todos los días…y aún así conservan la esperanza y el sentido de solidaridad. Yo quiero ser como ellas cuando sea grande.