En aquella época, los años noventa, yo era reportera para Noticentro 4 en Wapa TV. Aquel día me tocó ir a cubrir una situación (no recuerdo cuál) que había en el área donde se ofrecen los exámenes de conducir frente al balneario de Carolina. Llegué allí con el camarógrafo y comenzamos a hacer las entrevistas sobre el asunto que me parece tenía que ver con quejas de ciudadanos.
Y mientras el camarógrafo hacía las tomas dentro del lugar, llamó mi atención una niña que no tendría más de diez años y que conversaba con uno de los empleados del lugar. A su lado estaban sus padres, ambos sordos, y ella era su intérprete. Con gran destreza y naturalidad, la niña se convertía en el puente de comunicación entre sus padres, a quienes hablaba en lenguaje de señas y aquel empleado de la oficina. Inmediatamente supe que allí tenía otra historia, posiblemente más relevante que la que me había traído al lugar. Hablé con la niña, quien le dejó saber a sus padres mi interés en entrevistarlos e inclusive nos invitaron a su casa para hacer el reportaje. No recuerdo sus nombres ni sé qué ha sido de ellos, pero no había pensado en esta anécdota en años. La recordé cuando comencé a trabajar en la obra de teatro “Casandra Nuestra” cuya temporada acaba de concluir recientemente.
Nunca había trabajado en una producción teatral donde se incluía, no solo un intérprete para sordos, sino uno por cada actor y en todas las funciones. En el escenario estábamos los actores, y en una tarima a nuestra izquierda estaban los intérpretes, “diciendo” nuestras líneas en señas mientras imitaban también nuestros gestos. De los seis intérpretes, solo uno era sordo. Ese no se perdió ni un ensayo. No solamente trabaja como intérprete, sino también en una tienda en Plaza las Américas junto a su hermano gemelo, también sordo. De Yariel aprendí tanto de su ética de trabajo, su alegría y su sensibilidad. Con él creé consciencia de que cuando estás comunicándote con un sordo acompañado de un intérprete, siempre miras al sordo, aunque sea el intérprete el que esté verbalizando. Al mirarlo lo reconoces y lo validas, aunque sea otra persona la que esté interpretando.
Otra de las intérpretes es, como muchos de ellos, lo que se conoce por sus siglas en inglés “CODA” o “Children of deaf adults” (Hijos de adultos sordos). Ella es oyente, pero sus padres ambos son sordos, así que aprendió a hablar señas antes de emitir palabras. De hecho, me contó como tuvieron que llevarla a terapia del habla de chiquita porque se le hacía difícil hablar porque no escuchaba a nadie hablando en su hogar. La historia de Michelle me recordó la manía que seguimos teniendo de referirnos a los sordos como “sordo mudos” o “muditos”. Los mudos no existen. Los sordos no hablan porque nunca han escuchado sonidos y todos los seres humanos aprendemos a hablar porque escuchamos a otros haciéndolo.
Todavía me sobrecoge pensar en el compromiso que tienen estos intérpretes con la población sorda que en Puerto Rico se estima en unas doscientas dieciocho mil personas. ¿Cuántas de estas conocen lenguaje de señas? Eso no se sabe. Entre actores, interpretes y sordos que nos fueron a ver en la obra, se generaron interesantes discusiones acerca de los muchos prejuicios a los que todavía se enfrentan; el desconocimiento, que tantas personas tienen todavía sobre la condición; y lo maravilloso que sería que todos los colegios y escuelas pudiesen ofrecer lenguaje de señas como una electiva para los estudiantes de escuela superior.
La experiencia tan extraordinaria que he vivido con los intérpretes y la comunidad sorda en las pasadas semanas me ha despertado un interés en tomar el curso básico de lenguaje de señas y quien sabe si por ahí comenzar a abrir más puertas. Por el momento tengo que agradecer a nuestra productora, Adriana Pantojas, por los años que lleva promoviendo la inclusión de la comunidad sorda en sus producciones. Nos falta mucho por lograr, pero vamos escuchando un día a la vez.