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El cuerpo guarda memoria

Aquella tarde conducía de camino a Caguas disfrutando lo hermoso que estaba el día y saboreándome el verdor de las montañas que veía en el trayecto.  De repente, mi memoria dio un salto digno de unas Olimpiadas y me llevó a septiembre del 2017.  Recordé el momento en que esos montes, hoy intensamente verdes, estaban completamente pelados, como si alguien les hubiese pegado fuego con un soplete gigante. Los vi como los vimos todos durante mucho tiempo después del impacto de los vientos del Huracán María. 

En ese momento sentí mi corazón encogerse de pena y, sin poder controlarme, comencé a llorar. Ahora mismo, narrándoles la experiencia, vuelvo a emocionarme.  Pensaba que haber escrito un libro sobre las enseñanzas aprendidas de ese proceso tan duro para todos me había ayudado a sanar.  Pero debía haber sabido que queda dolor, porque al día de hoy, a más de cuatro años de la experiencia, no puedo leer públicamente la dedicatoria de “Lo que nos dejó María” sin echarme a llorar.  Y eso que yo no tuve pérdidas físicas ni de seres queridos como tantas personas.  

Esta experiencia llega a recordarme algo que ya sabía, pero que a veces tiendo a ignorar: que el cuerpo guarda memoria.  El dolor de los traumas que hemos vividos, personales o colectivos, se queda con nosotros e inevitablemente se refleja en nuestros cuerpos físicos.  El efecto de estos golpes emocionales, el cómo ese dolor a veces recordado, pero muchas veces no, incide en nuestra biología, está siendo estudiado cada vez más a través de todo el mundo.  

¿Cuántos hoy adultos en un momento dado se criaron dentro de círculos de maltrato físico y emocional que los marcaron para toda la vida?  Tal vez piensan que, como pudieron salir de ahí sin cicatrices aparentes dejando ese trauma atrás, ya todo está bien.  Pero no lo está. Los hijos e hijas del maltrato siempre van a cargar heridas e ignorarlas no va a hacer que desaparezcan.  Cuando hablamos de estrés postraumático tendemos a pensar en veteranos y veteranas que han visto horrores en alguna guerra.  Pero hay tantas otras batallas que dejan huella y que necesitamos trabajar. El trauma de María sigue vivo.  Mi experiencia de esta semana fue un ejemplo. 

Una vez al mes, mis vecinos y yo hacemos un “happy hour” en la calle.  Es una excusa para vernos y hablar más allá de saludarnos de carro a carro o patio a patio. Y en esos encuentros hemos hablado de tantas cosas tan personales y en ocasiones tan dolorosas.  Alguna noche he sido yo la que he narrado algunas de mis experiencias de vida como situaciones de pareja, desde violencia doméstica, hasta las muertes de un exnovio y de un exmarido (después de tres divorcios hay mucho que contar); experiencias profesionales difíciles; y traumas familiares que me han marcado de alguna forma.  Una de las vecinas me dice un día, “Ay, Lily, tú has pasado por muchas cosas bien duras”.  Y yo me eché a reír.  

Siempre pienso que, comparada con la vida de otros, la mía ha sido una bendecida. Pero eso no quiere decir que deba ignorar aquello que me ha dolido y que, posiblemente, tras bastidores, me sigue doliendo. Cuando uno recuerda períodos de vida difíciles generalmente no siente el dolor que generaron. Uno los llega a narrar como un cuentito, algo que sencillamente ocurrió. A uno se le olvida lo que dolió, pero al cuerpo no. Creo que es hora de comenzar a hablar y a soltar, de la misma forma que, como coach y conferenciante motivacional, le sugiero a otros que lo hagan.  Acabo de añadir una nueva resolución para este año. Les sigo contando. 

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