Yo fui una niña muy asertiva durante mis años escolares. No solo era buena estudiante, sino que pertenecía a cuanta organización estudiantil había. Ya en la intermedia estaba haciendo discursos frente a toda la escuela para que votaran por mi como secretaria o tesorera del Consejo de Estudiantes y posteriormente para presidenta de la clase. Nunca fui tímida, y siempre un poco atrevida. Era un ambiente en el cual me sentía como pez en el agua.
Pero ya cuando llegué a la universidad la cosa cambió. Fui a una institución sumamente competitiva en los EU, y rápidamente me di cuenta que las compañeras que me rodeaban (era un colegio de mujeres), eran brillantes. Yo estoy segura de que entré por cuota de minorías, porque como puertorriqueña representaba a una población latina. Tuve que quemarme las pestañas estudiando, por primera vez en mi vida, para poder sobrevivir. Y aunque lo logré, esa fue la primera ocasión en que sentí que no pertenecía, que había llegado allí por suerte, y que no tenía lo que se necesitaba para poder tener éxito.
Y ese sentimiento continuó conmigo, y les tengo que confesar que todavía me sorprende de vez en cuando a través de estos cuarenta años de vida profesional en los medios. Comencé en los medios de comunicación como asistente de producción en uno de los principales noticiarios del país, en un momento en el cual todavía podía hacerlo sin haber estudiado periodismo. Llegué porque alguien me dio la mano en un momento en que necesitaba trabajo. Claro, me fajé, me convertí en una esponja, y aprendí de todos los grandes compañeros, periodistas veteranos, que tenía a mi alrededor. Y así logré pasar de producción a estar frente a las cámaras como reportera. Pero no sentía que pertenecía, y me preguntaba cómo había llegado allí.
Lee también: Gracias a la vida…
Lo mismo me ocurrió cuando comencé a escribir una columna de autoayuda y motivación; cuando publiqué mi primer libro (ahora ya son ocho), y cada vez que hago una obra de teatro o stand-up comedy. No fue hasta hace poco tiempo que leí algo que describía exactamente cómo me he sentido durante muchos años. Se conoce como “El síndrome del impostor” y se define como el miedo a que los demás se den cuenta que no eres tan buena como algunos creen; el que tiendas a atribuir tu éxito a “suerte” más que a esfuerzo; y a que le restes valor a los logros que has tenido. La ansiedad que resulta de sentirse así, de sentirse una “impostora” a pesar del éxito, nos drena y nos evita disfrutar el proceso.
Tengo que confesar que he mejorado mucho, y he aprendido a validarme, y a restarle importancia a lo que los demás piensen o dejen de pensar de mí. Este cambio de perspectiva lo he trabajado de diferentes maneras, entre ellas, la terapia, el autoconocimiento que ha resultado de mi práctica espiritual, el saber escuchar a las personas correctas, y, sobre todo, confiando en la experiencia y capacidad que uno va adquiriendo con la edad. De algo tiene que servir ponerse más viejo.
Con el tiempo te vas percatando de aquello que sabes manejar; reconoces mejor tus fortalezas y tus debilidades; te dejas de comparar con otros; y le bajas el volumen a esa vocecita que todavía de vez en cuando aparece por ahí buscando restarte valor y méritos.
Te puede gustar leer: Suelta el miedo al cambio
Este año, celebrando mis cuatro décadas en los medios, todavía en ocasiones me preguntó cómo he llegado a donde estoy, y cómo he logrado el respeto, no solo del público, sino más difícil aún, de los colegas en las diferentes áreas de las comunicaciones en las cuales laboro. Pero en vez de tratar de responder a esas preguntas, me enfoco en agradecer la oportunidad que me ha dado la vida de encontrar, a través de la comunicación, mi voz y mi propósito. Eso es, para mí, lo que verdaderamente hace a una persona exitosa, el poder trabajar en lo que es su propósito. Sonrío, agradezco, y sigo aprendiendo, esperando poder llegar a celebrar mis cincuenta años como comunicadora todavía disfrutándome lo que hago.