La pérdida reciente de una tía muy querida me ha vuelto a evidenciar las formas tan diferentes en que los seres humanos procesamos el duelo. Como tanatóloga o persona que trabaja con los procesos de aquellos que se enfrentan a la enfermedad, la muerte, y el duelo, la manera en que reaccionamos ante las pérdidas siempre ha sido algo fascinante para mí. He aprendido sobre la marcha algo que quisiera compartir con ustedes: que el duelo es algo sumamente personal y no debemos juzgar a otros por la forma en que manifiestan o dejan de manifestar su dolor.
Mi tía era la menor de tres hermanas. Mi madre, la hermana del medio, siempre ha sido una roca. Han sido pocas las veces en que he visto a mi madre llorar a pesar de que ha tenido pérdidas sumamente significativas en su vida. Tal vez llora cuando está a solas, no lo sé, pero frente a nosotros, en raras ocasiones. Y en estos momentos en que ha perdido a su hermana menor, la que hubiese cumplido este mes sus setenta y nueve años, la respuesta ha sido la misma: poco llanto, y una aparente gran fortaleza ante el dolor, fortaleza que ella atribuye a su fe.
Mi otra tía, la mayor de las hermanas, no ha parado de llorar, y estoy segura que le va a tomar mucho tiempo procesar todo esto. Hace unos días se fue sola para su cuarto y cuando una de sus hijas la fue a buscar, la encontró llorando solita. Mi prima trató de consolarla y la respuesta de mi tía fue “Dame mi espacio. Yo necesito llorar.” Ambas amaron a su hermana entrañablemente, pero cada una de ellas la extraña a su manera. Yo, en ese sentido, me parezco más a mi tía que a mi mamá. Lloro a cada rato y por momentos me parece que en cualquier momento va a sonar el celular y va a ser mi Titi Annie, para preguntarme a que hora es la cita médica que tiene esta semana y soy yo la que la voy a llevar. El sentimiento me llega a veces como una ola, cuando menos lo espero. Pero sé, porque lo he estudiado, que es algo normal.
El dolor de una pérdida siempre se queda con nosotros, pero se va transformando con el tiempo. Cuando perdí a papi hace seis años ya, fue lo mismo. Me sigue haciendo mucha falta, pero no lloro todo el tiempo ni siento como si me faltara un pedazo, que era como me sentía en aquel momento. Hay veces que personas me llaman preocupadas por una amiga o un familiar que no para de llorar o de hablar acerca de la persona fallecida. Mi primera pregunta siempre es “¿Cuánto tiempo ha pasado?”.
Dicen los expertos que nos toma cerca de un año procesar una pérdida significativa. Pero eso no significa que al año el dolor desaparece. Lo que quieren decir es que después de un año una persona debe haber podido comenzar a reconstruir su vida, a haber encontrado un propósito, y a ser productiva. El que alguien llore o hable de ese ser que partió no significa que está en una depresión profunda. Está trabajando en su duelo. Es parte del proceso. Si pasa el tiempo, sin embargo, y notan que esa persona se está desconectando de los demás y de su realidad; si ha verbalizado que no quiere vivir; si no parece poder disfrutar de nada a su alrededor, tal vez sea necesario buscar ayuda para apoyarla en ese estancamiento dentro del proceso.
Mientras tanto, que lloren los que deseen llorar; que oren aquellos que encuentran en la oración su consuelo; que nos abracemos aquellos que necesitamos en esos abrazos el apoyo de otros; y que se encierren aquellos que no desean ni ver ni hablar con nadie. El dolor ante la pérdida es algo individual y cada cual debe tener la libertad de trabajarlo a su manera. Seamos compasivos con aquellos que no lo procesan igual que nosotros aún cuando no entendamos el porqué. Esa capacidad de apoyo ante reacciones diferentes a las nuestras siempre será una de las formas más poderosas de amar.