Estaba ofreciendo una charla, de esas que me encantan, porque son para personas de sesenta y cinco plus. En estos grupos de contemporáneos y mayores me encuentro siempre con tanta sabiduría, con tanta alegría. Pero es inevitable que salga a relucir el tema de las pérdidas, de aquellos que han podido superarlas, y aquellos que todavía están estancados en el dolor.
En esta ocasión hablaba acerca de la pérdida de un hijo, mencionando que es la pérdida más dura que puede sufrir un ser humano, y como, aún así, hay personas que viviendo con ese dolor logran reconstruir sus vidas y continuar siendo felices y productivas.
Un caballero levantó la mano para hablar. Un hombre que calculo estaría en edad en los setentas. Era alto y fornido. Proyectaba la fortaleza y la dureza de un hombre de campo. “A mí lo que me está curioso es que cuando hablan del sufrimiento de la pérdida de un hijo siempre se refieren a las madres, y nunca a los padres”. Y fue entonces que se le quebró la voz, y ahogado en llanto continuó: “y los padres también sufrimos. Yo perdí a un hijo hace varios años y todavía no lo he podido superar”. Me partió el alma escucharlo. Y de pie detrás de él estaba su esposa, esa madre que también perdió a su hijo, sobándole la espalda y llorando con él.
Y aproveché el momento para decirle a él y a los muchos otros varones presentes en la charla lo siguiente: “El problema no es que no los tomemos en cuenta cuando hablamos de sentir dolor ante la muerte de un hijo, el problema es que ustedes no hablan; no manifiestan lo que están sintiendo, se lo tragan, pretendiendo ser fuertes, y es mucho más difícil brindar ayuda cuando no sabemos lo que les está ocurriendo por dentro.”
Aquel padre admitió que era cierto, que él no dejaba saber lo que sentía, a diferencia de su esposa que sí lo hacía. Otro caballero mencionó que él entendía que era algo cultural, que así los criaron. Y de la experiencia de ese hombre con el corazón partío por la pérdida de un hijo, nació una conversación que tiene que darse, y es la de la necesidad de que los hombres entiendan que ser “vulnerables” no es sinónimo de debilidad. La vulnerabilidad nos permite estar en contacto con nuestras emociones: el dolor, el coraje, el miedo, la ansiedad, cualquier emoción que, si bien es totalmente normal, no debe quedarse con nosotros. Tenemos que trabajarlas, canalizarlas y procesarlas. Porque si no lo hacemos, nos comen por dentro.
Quiero pensar que, como sociedad, estamos cambiando. Todavía, tengo que admitir que la mayoría de las personas que buscan ayuda de psicólogos, consejeros, coaches o grupos de apoyo, son mujeres. Aun así, son más los varones que están admitiendo cuando algo les duele; cuando se sienten confundidos; cuando tienen miedo o se sienten inseguros; y cuando necesitan hablar. Así es que tenemos que criarlos, liberarlos y permitirles sanar en vez de callar y guardar.
A nivel mundial se suicidan cuatro veces más hombres que mujeres. En Puerto Rico la diferencia es mucho mayor, los números apuntan a casi siete veces más hombres que mujeres. No soy experta en el tema, pero pienso que tal vez tiene que ver con el hecho de que nosotras hablamos más sobre lo que nos duele, con familiares, amigos, profesionales y hasta a veces con desconocidos. Nos desahogamos. No tenemos que preocuparnos porque alguien piense que somos débiles si manifestamos nuestro dolor. Y en el proceso, vamos botando el vapor, porque el dolor compartido siempre baja en intensidad.
Varones que me leen: permítanse sentir y hablar sobre lo que sienten. Padres y madres: críen hijos en contacto con sus emociones y conscientes de su vulnerabilidad. Necesitamos sanar, pero lo que no se habla, no se sana.