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Una mujer adelantada a su época

No puedo evitar el recuerdo de mi madre cuando se acerca la celebración del Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Victorina Figueroa Amador no solo nació un 6 de marzo de 1927, tan cercano a la fecha que hoy conmemoramos, sino que en su vida fue un extraordinario ejemplo de lo que esta celebración nos recuerda: el aporte de la mujer trabajadora a nuestra sociedad.  

Luego del huracán San Felipe, cuando apenas tenía año y medio, fue adoptada por Dominga y Agustín, unos tíos que la rescataron de la precariedad en la que había quedado la casa de sus padres luego del fenómeno atmosférico. Ellos hicieron posible que pudiera cursar hasta el tercer grado de escuela elemental en la José de Diego, la única escuela que había en el barrio Mamey de Guaynabo. El único propósito de ir a la escuela en aquel tiempo era aprender a leer y escribir. Ya a los diez años se integraba a las labores de la agricultura y de la casa. También la educaron en la fe cristiana y se dedicaba desde jovencita a guiar rosarios en velorios y otras celebraciones religiosas.

Fue en uno de esos rosarios que conoció a mi papá, viudo en aquel momento, con una hija de ocho años, otra de seis y un niño de dos. Y ese fue su regalo de bodas, traerle su prole para que se la criara cuando ella apenas tenía diecisiete años. Fue obrera de la industria de la aguja haciendo trabajos en el hogar con su máquina de coser Singer mientras atendía a los hijos e hijas que seguían llegando producto de su matrimonio con papi: ¡once adicionales! 

Esa intensidad de quehaceres no impidió que fuera una activista comunitaria, cuando esos términos para describir a mujeres líderes en la comunidad aún no se tenían, promovía actividades para construir una capilla, para ayudar a vecinos que el huracán Santa Clara les destruyó sus casas o para oponerse tenazmente a la implantación de un incinerador de basura en los terrenos de un antiguo cañaveral que hubiese contaminado el barrio entero.

Fue una mujer ejemplo de lo que es tener una inteligencia emocional desarrollada, gracias a la cual, pudo levantar esa numerosa familia y manejar el carácter fuerte e inflexible de mi padre. Ahora, cuando le doy los toques finales al libro El Secreto de mi Padre para conmemmorar sus 109 años de vida, surge como coprotagonista de esa historia esta extraordinaria mujer que, por primera vez en noventa y seis años, no estará con nosotros para celebrarlo.

Si ella no hubiese sacado tiempo de su atareada rutina para enseñarme a leer y a escribir antes de matricularme en la misma escuela donde ella estudió, hoy no amaría como amo, este oficio de apalabrar sentimientos e historias que honren la vida de seres extraordinarios como ella. ¡Qué viva la mujer trabajadora! 

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